Como si esas autoridades fuesen García Lorca y dijesen su famosa frase: «Un pueblo que no ayuda y no fomenta su teatro, si no está muerto, está moribundo.»  Y son este tipo de sentencias las que hacen que día a día luchemos dentro de nuestra verdad, y de la verdad de muchos otros para compartir las historias que llegan a nosotros.

Y una de esas historias es «Flores de España». Trágicos son los sucesos que ocurren día a día, pero estas historias son una auténtica tragedia. Miles de cuerpos desaparecidos, olvidados en las fosas comunes, bebés que nunca encontrarán a sus padres, asesinatos sin asesinos. La historia de España podría ser la de cualquier otro país. Llena de matices fraternales, pero con la misma sensación vital que todas las demás guerras, que todas las demás historias. Parece ser que todo pende de un hilo, y que en un par de segundos, todo se transforma en una masacre.

Y sólo está la carne de cañón. Esa carne que es humillada, vilipendiada, sesgada y arrancada de sus casas, y que sólo reciben órdenes y órdenes. La historia quiere que nos olvidemos. Pero no. Basta ya de que esos que miran desde arriba jueguen al «Risk».  Basta ya de olvidados, de personas que deben perder la dignidad para sobrevivir. Basta ya de todo aquello que nos pertenece, que queremos curar pero no nos dejan.

Rescatamos uno de los fragmentos de la obra «Projekt Antígona» que refleja la historia de cualquier ciudad.

Entramos en la ciudad de Argos tan pronto como cayó
Polínices. La ciudad se rindió a nuestro ejército
cuando cruzamos la última puerta. Los hombres
arrojaron las armas al suelo y se arrodillaron ante
nuestras tropas. Las mujeres se escondieron con sus
hijos. Entramos en cada casa y los condujimos
afuera. Teníamos ordenes de evitar cualquier
violencia hacia la población de Argos.
Tenías órdenes.
Teníamos órdenes.
Entonces, alguien dijo algo. O hizo algo. Alguien
que no podía contener la rabia de la derrota, la
humillación de plegarse al ejército enemigo.
Alguien dijo algo, o escupió a un soldado. A
cualquier soldado. Al soldado equivocado.
Él también tenía órdenes. Sus ojos ya habían visto
bastante. Ya habían visto demasiada muerte,
demasiadas violaciones, demasiados cadáveres
enterrados entre los escombros. Quizá este soldado
escupió a su enemigo. O quizá le disparara y
acabara con la injuria allí mismo.
Entonces el hermano del primero se abalanzó contra
el soldado. Y otro soldado le defendió. Y disparó.

Fue una masacre.
Los hombres de Argos no podían recuperar sus armas.
Sus mujeres no podían esconderse.
Ni los niños.
Se convirtió en una tormenta de sangre.
Y vergüenza.
Era tan solo una ciudad griega.
Una ciudad pequeña, con un nombre pequeño, que
nadie recordaría con el paso de los años, salvo sus
habitantes.
Ahora será un nombre en piedra.

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